lunes, 25 de junio de 2012

En busca del fuego


En la noche más corta del año, el ser humano salta sobre las hogueras, sobre el fuego, y celebra el triunfo de la luz frente a las tinieblas, ya no le teme a la oscuridad sabedor de que puede combatirla y vencerla, y lo festeja. Dicen que desde que ni hay memoria se hace así, en este tiempo en el que la Madre Naturaleza se empieza a mostrar en todo su esplendor el hombre (genérico) proclama la superioridad de la luz y de la vida, al menos por ahora.
La noche más corta es también El día más largo (1962) como en la película que ahora cumple medio siglo, la del desembarco de Normandía precisamente también en junio, el día 6, en 1945, cuando se dio el primer paso de lo que vendría luego, el otro nuevo orden mundial con el reparto del poder entre las grandes potencias. Dicen que fue entonces cuando el fresco-general-procedente-de-Galicia (el dictador Franco) al ver pelar el bigote de Hitler puso el suyo a remojar y empezó a regalar soberanía y firmar lo de las bases militares americanas; pero esa es otra película distinta.
Es el Solsticio de Verano, cuando el dios Sol está en su apogeo, a su mayor altura aparente en el firmamento cielo, al contrario de lo que ocurrirá (salvo que los incas acierten) en invierno, allá por el 21 o 22 de diciembre. Y el hombre, que inició su andadura (según) sumido en las tinieblas y en la oscuridad lo celebraba, igual que al salir victorioso En busca del fuego (otra película, de Jean Jacques Annaud, de 1981) lo hace saltando sobre las hogueras e invocando el favor de la salud sobre la enfermedad, de lo malo sobre lo bueno: Txarra kanpora, ona barnera. Sarna fuera!
Cuando jóvenes, prehistoria pura, los chicos de Elizondo (o de otros pueblos de Baztan) subían al monte cercano unos días antes (para dar tiempo a que se secaran) en busca de ramaje con el que alimentar las hogueras nocturnas, que entonces no había tanto papelerío ni cartón, y las cajas de fruta (de madera) se guardaban y conservaban por lo que pudieran servir. Y se prendían hogueras en la plaza de los Fueros, en el puente más puente de todos los puentes, el llamado de Txokoto, de Muniartea o de Antxitonea, de las más grandes que uno haya visto arder nunca.
No eran muy frecuentes pero se daban los accidentes, que por fortuna no iban más allá de quemaduras de una o dos semanas, por lo que solía (¿suele?) ocurrir, el salto por los dos lados al mismo tiempo. En la memoria uno mucho fuerte, con dos jóvenes de los más mayores chocando de frente en mitad del fuego y cayendo a las llamas y pavesas de las que salieron como gato escaldado y no hubo otra cosa, por suerte.
En la noche del culto al fuego, el hombre (y la mujer) experimenta un sentimiento ancestral que le llega de lejos y de algún modo responde a la llamada de un atavismo primario hasta puede que sin preguntarse el cómo y el porqué. Y como en algún lado está escrito, prefiere a la luna antes que a la bombilla. 

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