El problema, la cuestión, es que la lana tampoco vale nada ahora, al menos no lo pagan, y si no la llevas a la puerta del almacenista menos todavía, ni a quince céntimos (cinco duros) el kilo y el artzain, el pastor, cuentan que ya ni se molesta. Ni la lana ni la piel, dicen que lo mismo se amontona y se le prende fuego porque no te los lleva nadie y es otro pequeño recurso que (también) se ha acabado.
Y la cuestión, también la cuestión, es que a las ovejas hay que esquilarlas por uerza, quieras que no, porque de no hacerlo podrían morir de un “golpe de calor" (antes, se decía “de insolación” y a los chavales no les dejaban salir de casa hasta las cuatro de la tarde, ni bañarse “hacer la digestión”) o de asfixia. O sea que a esquilar.
El esquileo, la esquila, el esquile es una práctica muy vistosa (para los mirones, sobre todo), el profesional esquilador (que cada vez hay
menos, ésa es otra) agarra de las patas y mete la cabeza del animal bajo el brazo en el hueco del codo y venga, al corte. Las esquilan al cero, como en la mili, después de algo de pelea con la oveja que protesta y bala un par de veces, se revuelve hasta que se tranquiliza y se queda quieta, ahora con maquinilla, igual que en la peluquería, practicamente abandonadas y artículo etnográfico aquellas tijeras que tenían el eje de unión atrás del todo, y la lana sale toda seguida como en rollo de papel de water, higiénico que se dice.
Hay que ir al monte para verlo, para disfrutar con el salto huidizo que pega la oveja en cuanto el esquilador acaba la tarea y la suelta y venga, otra. El esquilador se quita (no se seca) el sudor con el dorso del antebrazo, y sigue la faena. Y la oveja corre, fresca. En pelota.
Las borregonas de Villamanrique